Recuerdo su ilusión, sus ganas, su satisfacción de saber que el esfuerzo había merecido la pena y, sobre todo, recuerdo su sonrisa cada vez que me miraba e intentaba convencerme con palabras bonitas, caricias y abrazos.
Yo no estaba segura y le pedí varias veces que no fuera, que miráramos más posibilidades, que preguntáramos a más gente. Pero no pude convencerle. Y es que bueno era él cuando se le metía algo en la cabeza. No había nada, ni nadie capaz de hacerle entrar en razón. Y si alguna vez me hacía caso era por puro aburrimiento y porque sabía que eso me hacía feliz.
Pero esta vez algo me decía que no iba a poder hace nada. Así que me planté mi mejor vestido, el de los domingos, le cogí de la mano y firmemente le dije: “Vamos ya, o llegaremos tarde”
Cogimos el autobús, que salía desde la plaza a las 9:00 en punto. Pasamos todo el viaje sin apenas hablarnos, tan sólo cogidos de la mano. La suya sudaba, como siempre que se ponía nervioso.
La cita era por la tarde, por lo que decidimos hacer un poco de turismo, visitar la catedral y comer en nuestro restaurante favorito.
Casi nunca íbamos a la ciudad porque pasábamos todo el día trabajando y siempre nos venía mal acercarnos hasta allí. Veníamos cuando teníamos que comprar telas para hacer los vestidos de Claudia, o bien para visitar a la hermana de Pío. Una mujer viuda, sin hijos, que vivía en un piso en el centro.
Pero esta vez era diferente. Lo que íbamos a hacer era arriesgado, valiente y, sobre todo, una apuesta de futuro.
Desde que Pío regresó de Argentina, tenía muy claro que quería montar su propio negocio. Así que cuando vio en el periódico que se traspasaba una estación de servicio, tuvo claro que debía llevar su nombre. Y con un rotulador rojo, su color favorito, rodeó el número de teléfono y anotó al lado “PÍO”. Y es que en Argentina las estaciones de servicio estaban proliferando en la capital y se veían como una gran oportunidad para invertir.
Anduvimos un buen rato hasta que encontramos la dirección. La casa estaba en un tercero sin ascensor. Subimos hasta arriba y antes de llegar, me tropecé en el último escalón. Lo sentí como una señal de mal augurio, pero decidí seguir adelante y apreté más fuerte la mano de Pío. De la otra, llevaba el maletín negro con los ahorros de toda una vida.
Nos abrió la puerta una señora de unos 50 años. Nos dirigió a la habitación del fondo y nos pidió que nos sentáramos. La mesa estaba descascarillada y parecía muy antigua. Delante de nosotros, dos hombres con traje. Se presentaron como propietario y abogado respectivamente. Sacaron unos papeles y de repente todo se tornó oscuro.
Cuando nos despertamos, totalmente desorientados, no sabíamos qué había pasado ni cuánto tiempo llevábamos allí, Lo único que vimos fue el maletín abierto, sin rastro del dinero y con una nota que decía “gracias”
Deseosobde la segunda parte!!!